Ada de Alkar 1984.
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-Había un hombre mayor que tocaba la guitarra por la ciudad. Supongo que era un músico callejero, pero nunca ponía el sombrero en el suelo y nunca le daban dinero. No se ponía en ningún lugar específico. De repente lo encontraba en la puerta de algún local, o por la iglesia, o en la parada del autobús. Tocaba increíblemente lento, increíblemente. Tardaba segundos en cambiar la posición de los dedos entre nota y nota. Pero nunca tocaba cosas sencillas, melodías lentas que podrían haber sido más fáciles para alguien como él: su repertorio siempre era muy complejo, piezas técnicamente muy difíciles, tan ralentizadas que tenías que pararte e lo mejor cinco minutos para poder darte cuenta de lo que estaba tocando. Y yo me quedaba interesado en averiguar lo que tocaba: lo que me gustaba era perderme en cada nota, cada una como una obra en sí misma. Y la cara del hombre, al forzar los dedos con cada cambio de posición, no era un a cara retorcida por el esfuerzo o la frustración, sino una cara de éxtasis, éxtasis real, trascendente. Todo me parecía, sencillamente bonito; su música, su manera de tocar; aunque creo que él era tan ajeno a mi apreciación como a la irrisión del resto de la gente.
“Un día que hacía frío lo vi por donde está el cine antiguo. Estaba tocando un arpegio larguísimo y complicado. Llevaba un pasamontañas sin agujero para la boca y enfrente en el suelo había un trozo de cartón blanco que decía: “Alphonse en concierto. En directo esta noche. En el Black Horse a las 9 p.m.” Hasta ese momento no sabía cómo se llamaba.”
“Había otra persona en la actuación. Una mujer pelirroja que bailó durante las dos horas que duró el concierto, que creo que de hecho fue una única canción. Yo estaba sentado en una mesita, como si hubiera sabido que sólo íbamos a aparecer nosotros dos. Al final de la canción Alphonse hizo un pequeño gesto con la cabeza y pareció notar nuestra presencia por primera vez. Hubo un momento en que me dio un poco de vergüenza porque no estaba seguro de si debía marcharme sin más, darle las gracias, o seguir sentado hasta que él se marchara del escenario. La mujer permanecía en la otra mesa y ambos seguimos actuando como si no nos hubiéramos percatado de la presencia del otro. Entonces habló Alphonse, como si lo estuviera haciendo ante una multitud: “Me gustaría dedicar la siguiente canción a dos jóvenes amantes que tenemos aquí esta noche”, y se lanzó con un viejo solo de D.R., tocando su jazz gitano con una fluidez y una destreza impresionantes y cantando con una voz bonita, delicada.”
“¿Qué podíamos hacer? Al final nos fuimos juntos y nos emborrachamos. Se llamaba N. Pasamos todas las noches de los siguientes cinco años juntos. Nunca volvimos a ver no a oír hablar de Alphonse.”
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